
Prólogo de Francisco Prieto
Hay una poética de la narrativa de hechos exactos que operan a través de la magia del instante y por la acumulación de episodios que dan lugar a pequeñas revelaciones sucesivas. Estas van sumiendo al lector en el misterio que proviene de un encuentro entre el aura de las cosas y el ojo de un espectador que sólo sabe que no puede permanecer indiferente a ellas. Se va trenzando un compromiso y construyendo una relación donde se finca la experiencia poética.
Simón, el narrador de El embrollo, es un leproso al que Jesús de Nazaret ha sanado. Un hombre de buena condición social que mordido por la enfermedad se vuelve un marginado, un apestado, un excluido. Los que frecuentamos los evangelios junto a la alegría de las sanaciones del alma y del cuerpo sentimos la curiosidad por el rumbo que, a partir del hecho prodigioso, siguieron esas existencias. Simón ya no podrá ser el mismo a partir del instante en que la gracia operó sobre él. Pero él no se había sentido movido por la fe, simplemente por el respeto a ese joven cuya mirada no se puede olvidar. Pero no todos tienen la dicha de mirar y ser mirados. Si sabemos de María la de Magdala, el Evangelio nos dice poco en cambio, de la Samaritana, aquella que dio de de beber a Jesús y él la recompensó con el agua viva que aplaca para siempre la sed: el agua que devuelve al hombre a la raíz del ser, ahí donde se confronta con su vocación de absoluto, su rebelión contra la muerte, su necesidad última de verdad, de bondad, de la belleza que transfigura la realidad. De Simón como de la Samaritana nos quedamos con el deseo de saber más de sus vidas, y lo mismo de Marta y María, del Centurión en quien Jesús halló más fe que en muchísimos hombres y mujeres de Israel.
El embrollo es una exploración en la perplejidad de Simón que, curado, sigue con sus miedos, ahora de que el mal regrese, un hombre que sabe que no ha sido digno de recibir la gracia que se le ha otorgado pero que rebosa de agradecimiento, que por ello mismo investiga a ese otro hombre que algunos proclaman como el Mesías. Tiene miedo de que éste no acepte una invitación a comer en su casa, tiene, también celos de quien ha ganado el corazón de María, esa otra María de la que se había enamorado de joven pero que la familia entregó como esposa a un romano, esa María que se ha separado del marido, que tiene un hijo, a la que había dejado de ver avergonzado de sí mismo manchado como estaba por la lepra. Le duele María y la quiere, no posee la fe en el profeta pero no puede desprenderse de él, se compadece del hijo del rico Simón, su amigo, que teniendo fe no pudo abandonar sus riquezas y seguir el camino de los Doce compañeros y que es, como él, un menesteroso y que, como él, asume su triste menesterosidad. Ahí está el embrollo, saberse impuro, asumirse como una medianía pero no poder sustraerse a seguir al hombre que lo había redimido de su mal corporal. Una ética que nace de un sentimiento hondo de gratitud.
Y así va parasitando Simón, el narrador, la existencia cargado de gratitud en espera de una luz que le llene de valor, de un ángel que le dé una orden del Señor ahora que, se lo ha dicho la otra María, Él ha resucitado. Sin embargo, algunos conjeturan que alguien ha hurtado el cuerpo, conjeturas que una suma de testimonios contradice. Por otro lado, le pesa la muerte dolorosa que se inflige su amigo Judas a quien, empero, no condena: en el fondo amaba tanto a Jesús que no pudo tolerar su muerte, humillado y maltrecho en la Cruz, abandonado del Padre; la ruptura del sueño en la Restauración del reino de Israel. Y sabe Simón que, de algún modo, él también es como Judas, su amigo. Pero él, Simón, sabe que a diferencia de Judas él ya no puede pervivir sin contar y contarse una y otra vez y que la sustancia de esa historia es la historia del Profeta, del Maestro, de un agradecimiento sin asideras. Ese es su testimonio de vida, de lo que puede dar en una oscura intuición de que sólo dándose va encontrando y salvando su vida.
Los episodios de la vida de Jesús van transcurriendo y metiendo al lector en un encantamiento, la espera de que se desate el embrollo y que él también, como el Profeta y sus doce amigos, y las tres Marías, y Marta y Lázaro, pueda resolverse en el Amor.
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